Acto III
La doncella Therese ha regresado al castillo

Después de vivir unos días en la paz del claustro, dedicada a la oración y dada por entera a servir a Dios nuestro Señor, y bajo la protección, cuidados y mimos de su eminencia El Cardenala, quien tan bien me acogió, debo confesaros o vosostros, y en especial a mi amado Rey, que estuve a un tris de quedarme para siempre en la Catedral y, definitivamente, vestir los hábitos. Hasta soñé que al morir, mi cuerpo se mantendría incólume e incorrupto, y yo quedaría como una santa para la posteridad.
—Esa soberbia, –me decía el Cardenala–, esa soberbia, Therese, os perderá.
Sin embargo, después de largas conversaciones con El Cardenala llegamos a la conclusión de que es posible servir a Dios y al Reyno de este mundo al mismo tiempo. Y agregó que como Reyna, cristiana, católica, apostólica y romana, yo podría ayudar mucho a morigerar el carácter de mi iracundo Rey, que a veces toma decisiones antojadizas, movido más por los celos que por la razón, asunto que ha ocurrido ya a propósito del Caballero de la Rosa, a quien mi Lear llama "el vil de la rosa", e "impostor de caballero", por dar solo un ejemplo.
Mi estragado y débil cuerpo pudo recomponerse también como mi alma, gracias a las viandas que enviaba la Cocinera Republicana y a los huevitos que llegaban cada día desde la granja de la Cuidadora de Gansos.
Alimentados mi cuerpo y mi alma, regreso al Reyno Lear a esperar lo que habrá de ocurrir hasta que mi Rey decida cuándo, cómo y dónde se efectuarán nuestras nupcias.
Therese, una doncella renovada
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